dijous, 7 de gener del 2010

Un capítulo de forma teatral

UN FALSO FINAL


Después de que Mo hubiera finalizado su historia, Fenoglio guardó un prolongado silencio. Paula había emprendido hacía rato la búsqueda de Pippo y Rico. Meggie los oyó corretear por el suelo de madera del piso de arriba, de acá para allá, saltando, resbalando, riéndose y gritando.

-jajajaja, no vas a pillarme- se escuchó cómo chillavan-.

Sin embargo, en la cocina de Fenoglio reinaba tal silencio que se escuchaba el tictac del reloj colgado de la pared, junto a la ventana.

-Tiene esas cicatrices en la cara, ya sabe, ¿no...?- miró interrogante a Mo.

Éste insistió.

-Sí, lo sé.

Fenoglio miró por la ventana.

-Las hadas curaron los cortes -informó-. Por eso quedaron sólo unas sutiles arrugas, apenas tres rayas pálidas en la piel, ¿no es así? -el viejo se volvió hacia Mo en demanda de respuesta.

Éste asintió. Fenoglio volvió a dirigir la vista hacia el exterior. Por la ventana abierta de la casa de enfrente se oía discutir a una mujer con un niño.

-En realidad ahora debería sentirme orgulloso, muy orgulloso -murmuró Fenoglio-. Todo escritor desea que sus personajes estén llenos de vid, y los míos han sido directamente de su libro.

-Mi padre los sacó leyendo en voz alta -explicó Meggie-. Y puede hacer lo mismo con otras obras.

-Ah, ya -Fenoglio asintió-. Me alegra que me lo recuerdes. Si no, puede que me considerara un diosecillo, ¿No es cierto? Siento mucho lo de tu madre. Aunque, bien mirado, en realidad tampoco es culpa mía.

-Es peor para mi padre -afirmo la niña-. Yo no me acuerdo de ella.

Mo la miró sorprendido.

-Es natural. Tú eras más joven que mis nietos -dijo Fenoglio meditabundo acercándose a la ventana-. La verdad es que me gustaría verle -reconoció-. A Dedo Polvoriento, quiero decir. Claro que ahora me da pena haber endosado al pobre hombre un final tan desgraciado. Pero en cierto modo le pegaba. Como dice Shakespeare y dice bien: Cada uno interpreta su papel, y el mío es triste -observó la calle; en el piso de arriba se rompió algo, pero a Fenoglio no pareció importarle demasiado.

-¿Son sus hijos? -preguntó Meggie señalando hacia el techo.

-Dios me libre, no. Mis nietos. Una de mis hijas vive también en el pueblo. Vienen continuamente a verme y les cuento historias. Se las cuento a medio pueblo, pero ya no me apetece escribirlas. ¿Dónde esta ahora? -preguntó Fenoglio a Mo.

-¿Dedo Polvoriento? No puedo decírselo. Él se niega a verle.

-Cuendo mi padre le hablo de usted de llevó un susto de muerte -explicó Meggie.

<>, pensó ella, <>.

-¡Necesito verlo! Aunque sólo sea una vez. ¿Es que no lo entiende? - Fenoglio miró suplicante a Mo-. Podría seguirlos a escondidas. ¿Cómo va a reconocerme él? Sólo quiero asegurarme de que es tal como lo imaginé.

Me sacudió la cabeza.

-Creo que es mejor que lo deje en paz.

-¡Bobadas! Puedo mirarlo cuando se me antoje. Al fin y al cabo es una de mis criaturas.

-Pero lo mató -añadió Meggie.

-Bueno, sí -Fenoglio levantó las manos con aire desvalido-. Quería aumentar la emoción. ¿No te gustan las historias emocionantes?

-Sólo si terminan bien.

-¡Terminan bien! -Fenoglio soltó un resoplido de desdén... y aguzó los oídos.

En el piso superior algo o alguien había caído bruscamente sobre el entarimado; un llanto ruidoso siguió al batacazo. Fenoglio se encaminó a toda velocidad hacia la puerta.

-Esperen aquí. Vuelvo enseguida -gritó mientras desaparecía en el pasillo.

-Mo -cuchicheó Meggie-. ¡Tienes que contárselo a Dedo Polvoriento! ¡Tienes que insistirle en que no puede regresar!

Su padre negó con la cabeza.

-Se niega a escucharme, creeme. Lo he intentado más de una docena de veces. Alomejor no es mala idea reunirlo con Fenoglio. Seguramente dará más crédito a su creador que a mí -suspirando, limpió unas migajas de pastel de la mesa-. Había un dibujo en Corazón de Tinta -murmuró mientras pasaba la palma de la mano por el tablero de la mesa, como si con ese gesto pudiera reproducir la ilustración por arte de magia-. En él se veía a un grupo de mujeres suntuosamente ataviadas bajo el arco de un portón. Daba la impresión que se dirigían a una fiesta. Una de ellas tenía el pelo tan claro como tu madre. En el dibujo no se distingue su rostro, pues da la espalda al observador, pero yo siempre me he imaginado que era tu madre. ¿Qué locura, verdad?

Meggie colocó la mano sobre la suya.

-Mo, prométeme que no regresarás a ese pueblo -le rogó-. Por favor, prométeme que no intentarás recuperar el libro.

El segundero del reloj de la cocina de Fenoglio fue cortando el tiempo en rebanadas dolorosamente hasta que Mo contestó por fin.

-Te lo prometo -anunció.

-¡Mírame mientras lo dices!

Él obedeció.

-Te lo prometo -repitió-. Sólo queda un asunto que deseo discutir con Fenoglio. A continuación regresaremos a casa y nos olvidaremos del libro. ¿Satisfecha?

Meggie asintió, aunque se preguntaba qué les quedaba por discutir.

Fenoglio regresó con un Pippo lloroso a la espalda. Los otros dos niños seguían a su abuelo, compungidos.

-Agujeros en el pastel y ahora encima uno en la frente, creo que debería mandaros para casa -refunfuñaba Fenoglio mientras sentaba a Pippo en una silla.

Acto seguido rebuscó en el gran armario hasta encontrar una tirita y se la pegó a su nieto en la frente herida sin demasiados miramientos.

Mo apartó su silla y se levantó.

-Lo he pensado mejor -anunció-. Le traeré a Dedo Polvoriento

Fenoglio giró la cabeza sorprendido.

-A lo mejor puede usted explicarle de una vez por todas por qué no debe regresar a su mundo -prosiguió Mo-. Si no, cualquiera sabe lo que hará a continuación. Temo que resulte peligroso... Además, se me a ocurrido una idea. Es disparatada, pero me gustaría discutirla con usted.

-¿Más disparatada que lo que ya he escuchado? Eso es casi imposible, ¿no cree? -los nietos de Fenoglio Habían vuelto a desaparecer dentro del armario y cerraron las puertas riéndose en voz baja-. La oiré -dijo Fenoglio-. ¡Pero antes quiero ver a Dedo Polvoriento!

Mo miró a su hija. Él no solía quebrantar una promesa, y era evidenre que en esta ocasión no le resultaba precisamente grato. Meggie lo entendía de sobra.

-Esta esperando en la plaza -dijo Mo con voz vacilante-. Pero déjeme hablar antes con él.

-¿En la plaza? -los ojos de Fenoglio se agrandaron-. ¡Eso es maravilloso! -En un santiamén se plantó ante el pequeño espejo que colgaba junto a la puerta de la cocina, y se pasó los dedos por sus oscuros cabellos, temeroso quizá de que a Dedo Polvoriento le decepcionara el aspecto de su creador-. Fingiré que no lo veo hasta que no me llame -anunció-. Sí, así lo haremos.

En el armario se formó un tremendo barullo y Pippo salió trastabillado, vestido con una chaqueta que le llegaba a los tobillos. En la cabeza portaba un sombrero tan grande que casi ocultaba sus cejas.

-¡Claro! -Fenoglio arrebató a Pippo el sombrero y se lo puso él-. Eso es. Me llevaré a los niños. Un abuelo con tres nietos no es una visión inquietante ¿verdad?

Mo se limitó a asentir y guió a Meggie por el estrecho pasillo. Cuando bajaban por el callejón que desembocaba en la plaza donde estaba su coche, Fenoglio los seguía a unos metros de distancia. Sus nietos saltaban a su alrededor como tres cachorros de perro.

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